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Si. Los Silenciosos. Maritza ya estaba acostumbrada a oír esto. Tenían poder. Actuaban en las sombras. Las órdenes se cumplían mediante toda una serie de estratagemas sicológicas que iban desde la manipulación de las personas, el amedrentamiento, y toda una maraña de conductas a donde la sicosis que se vivía en ese largo sueño de pesadillas, se sabía que quien estaba vivo hoy, podría estar muerto mañana, mediante coacciones donde hasta familiares participaban y vecinos que nadie creía que tuvieran esa capacidad como para que de la noche a la mañana tuvieran el poder de hacer lo que estos ordenaban, en un país que se parecía más a los que con sus conductas mediante golpes de Estados  podrían decidir no solo el destino de los pueblos, sino el de la vida de los indefensos ciudadanos que en esa maraña de rencores y envidias sucumbían ante el poder de la fuerza como si la herencia del derecho de los antiguos romanos solo se pudiera ejercer por los más fuertes; y los que no tenían nada estaban destinados a morir o a perder todos los pocos bienes que tuvieran. Los periódicos daban cuenta de estas escabrosas noticias, y a pesar de que la guerra había terminado para otros, aquí apenas era solamente un breve descanso en ese largo laberinto de los desencuentros humanos en los que se hablaban de corajes, de pasiones vanas que solo conllevaban a una miseria total, y en la que el ser humano terminaba perdiendo todos los valores que la sociedad occidental mediante sus pensadores nos dejó como legados. Se estaba construyendo todo un imaginario vacuo con el que tendríamos que seguir viviendo por cuenta de unos pasionarios que creyeron que con su manera de actuar satisfarían sus proyectos personales sin contar con que a otros ya les había costado sus vidas.

 

Los Silenciosos eran así. Numa también lo sabía. Alrededor de la muerte de Valerio tendría que haber algo de lo que se decía en las calles, que con los rumores distorsionaban la realidad.

- ¿Pero por qué dices eso, amor?

- No hay que averiguarlo, contestó Numa. En estos tiempos, presumimos quiénes fueron.

 

Sí, había muerto acuchillado por una mano anónima. Se sabía que alrededor de él toda una serie de servidores profesionales lo acompañaban a diario en procura de suplir lo que se decía, ya que teniendo tantas enemistades en las calles, estos lo protegerían.

 

Decían que Rosendo era su guardaespaldas personal pero que en aquella noche cuando alguien llegó como siempre hasta su casa por alguna razón personal, salió desprotegido a cumplir una de sus acostumbradas citas. Encuentros que entre otras cosas eran frecuentes porque los que lo conocían sabían que tenía amores clandestinos con Adelaida, la madre de una hija natural que tuvo con ella muchos años antes de conocer a la que fue su mujer casi toda su vida.  Sus hijos ya mayores no veían con buenos ojos a otra posible heredera, y ya se lo habían dicho. Rosendo se había marchado a su casa tranquilo, después de pagar sus jornales a otros de sus habituales compañeros en esa labor particular, y cuando se sabía que de por medio existían intereses y rencillas de familias. Sus posibles citas que eran frecuentes, en esta última había sido con la muerte.

- No fueron sus hijos, dijo Numa.

- Ni Adelaida pudo ser, dijo Maritza. María me dijo que había tenido visiones. Que por eso lloraba aquella noche.

- ¿Entonces lloraba también por Serafín? Preguntó Numa.

-No se trata de eso, dijo Maritza.

 

Numa que conocía a los imaginarios de la familia de Rogelio comprendió lo que esta le contó acerca de su estadía con los Ortegas. Desde otras tierras muy lejanas habían llegado a conocerlo. Y este, en medio de la algarabía y el jolgorio confesó que tenía un pacto desde muchos años con Roncancio de que si algo le pasaba a alguno de los dos o a sus familias, se comprometían a auxiliarse mutuamente. Era un pacto de honor que celebraron hacía más de dos décadas, y ahora era el momento de compartirla con los presentes. Roncancio había muerto protegiendo a Samuel en extrañas circunstancias y en una fiesta de vereda cercana, en una reyerta que se formó entre los presentes, y sin que hubiera participado en ella. Era como si esos remolinos de envidias e inquinas personales se desataran en esas festividades, donde las pasiones se generaban a partir de alguna habladuría o calumnia infame, y como en todas las guerras que a diario se veían por la consecución de algún bien, otros terminaban pagando con sus vidas las rencillas ajenas. Especies de trampas que eran muy comunes en aquellas épocas confusas de la humanidad. Cuando murió, ya había perdido a casi toda su familia, exceptuando a Lucrecia. Ambrosio la alcanzó a conocer de niña antes de partir a su odisea personal con su mujer a la Europa de la guerra. Y después que supo que Samuel había cumplido con la palabra empeñada por este, y al saber que con su mujer no solo la habían criado, sino que en esas reuniones familiares en que se daban cita en cada Semana Santa, con esta habían compartido de aquel juramento hecho entre sus progenitores; además del silencio sobre sus respectivos orígenes porque no eran tiempos para andar en esas tierras infestadas de enemigos hablando por que sí.  El matrimonio de Ambrosio no era más que el cumplimiento de honor de un pacto lejano de familia. Así lo entendió Numa. La herencia suya sería compartida con ella, pues era una más de la familia y de aquella hermandad que había crecido entre las cartas lejanas que llegaron de él, las fotografías de esas otras tierras que nunca habían pisado, pero que en sus ancestros y en sus descendencias las hacían como suyas. De eso Numa era un experto en descifrar las historias de dichos linajes que a comienzos del siglo pasado hacían gala otras de prestantes familias, y a pesar de que el imperio de los reyes ya había pasado supuso que por el solo nombre de Valerio ya le despertaba algún rasgo de familia, así como la de él.

 

En fin. Numa comprendió que alguna influencia ejercían en Maritza. Estaba joven. En esos rumores que se tejían en las montañas alrededor de los hombres que las habitaban se formaban otros que por alguna razón influían en los quehaceres cotidianos de otros más, que sin conocerlos, se imaginaban que eran ciertas las leyendas que se hilaban sobre ellos.

 

Ambrosio de alguna manera no encajaba en las costumbres de todos los que había conocido ni sus hermanos o hijos a pesar de que en sus tratos fueran extrovertidos, pero que en sus negocios eran sigilosos. Sabía cómo Rogelio logró en los días que siguieron al asesinato de Gaitán ocultar su mercancía, y cómo tras su aventura en aquella tarde con Aída, luego de presenciar las trifulcas que se formaron al atardecer en Ibagué, y al lograr que fuera protegido por los amigos de Carlos en el hospital que fue tomado por los servidores del gobierno, su aventura por esa carretera que lo llevaba hasta Girardot y por último a Bogotá, le permitieron suponer que su odisea no fue fácil. Algunos años más tarde lo comprobaría cuando encumbrado por el poder que daba el dinero y sus buenas relaciones, se convirtiera en uno de los contrabandistas que más trajeron mercancías sin pagar los impuestos aduaneros en esos años donde los sueños del imaginario de la sociedad de consumo se confundían con los de las libertades personales, mientras se afirmaba que todo se podía conseguir para satisfacer el espíritu de la egolatría de cada individuo.

 

No era el que había intuido, y mucho menos Rogelio. Aída que tenía un tío que dirigía a la tropa en Santa Rosa de Osos, y oriunda de Nemocón, le permitió entrever que lo dicho por Omar era cierto.

 

Las fotografías de Clavijo revisadas por estos en esos días de estío amoroso en la ciudad fría y opaca,  que a veces les calaba los huesos por las bajas temperaturas, con una llovizna frecuente sobre todo en las cercanías de los cerros orientales, la nube que impedía que se movilizaran en las horas nocturnas, los desaires de que esta hacía gala con sus hermanas, e incluso con la misma madre con la que compartió tantas fiestas sociales, y el desinterés en no asistir a aquellas reuniones que se daban en Chapinero y en la Candelaria, le permitieron suponer que ella en algo había cambiado. Su manipulación seguía siendo la misma. Sabía cómo lograba sus propósitos, pero supuso que de acuerdo a lo contado por ella en aquellos valles durante  las noches de la Semana Santa adonde se dieron cita todos los familiares llegados desde los confines de aquellas montañas agrestes, su celebración no era la misma que se hacía en otros pueblos y veredas, aunque tuvieran la anuencia de los párrocos veredales, de los  inspectores de policía, o de los alcaldes de los pueblos aledaños, y las de otros que también sabían de estas atípicas festividades en una época donde todos se regocijaban en las celebraciones de estas tradiciones antiquísimas y de devociones cristianas, sus fiestas y encuentros a la luz de la luna aunque los vientos fueran fríos, o apenas la luna se dejara ver en las oquedades del firmamento, además de participar con sus rezos en el día y en la media noche en las misas de gallo, estos las continuaban con otras celebraciones que eran más de familias, que se parecían a las famosas fiestas paganas de la edad media donde para los que vivieron la época de la inquisición, no eran más que una manera de protestar tal y como lo hizo Goya en su tiempo con sus pinturas.

 

No era que adorasen a Baco, el Dios mitológico de los Griegos y del antiguo imperio Romano, ni el de los brujos que protestaban contra el poder de una religión, si no otra más intrincada y exuberante que se recreaba con la propia condición de su naturaleza humana, y donde solamente participaban los invitados con los que en esas noches mitigaban su transitar en la vida con el trabajo personal, para reconciliarse con las historias de sus antepasados a las que habían jurado lealtad a sus principios y en la que con los vientos parían nuevas semillas sobre esas tierras inhóspitas donde los valles  de los ríos serían los testigos de los amores que nacían en sus encuentros donde sus libidos se desbordaban de pasiones que bajo aquellos juramentos en estas festividades secretas, podrían provocar más que una excomunión, o todo un escándalo social. El eco de sus fiestas podía ser escuchado a kilómetros de distancia, pero aquella naturaleza virgen seguiría como si nada, ya que de nuevo todos regresarían a sus respectivos hogares, o simplemente para muchos de ellos nuevas familias se forjarían en aquellos valles adonde los ríos, los rumores de la manigua que permitían que el ruido de los guijarros, las aves y animales nocturnos fueran apaciguados por aquellos amores en ese imaginario colectivo que creía más en lo que la vida enseñaba acerca de su satisfacción personal, y que primara sobre principios religiosos, aunque actuaran en comunión con estos.

 

No era una blasfemia ni nada que se le pareciera. Eran festividades ocultas que todos sabían. Maritza se lo había confesado. No era de él solamente. Eran unas familias con unos dioses ambivalentes que convivían con la religión heredada por sus ancestros. Unas maneras de pensar y de actuar sobre el destino de sus vidas. No era suya. Y lo sabía muy bien desde que la conocía.

 

Maritza le comentó que era el destino que se cernía sobre sus vidas.

- Lucrecia, parece secuestrada. Y está joven todavía.

- Sí, dijo Numa apesadumbrado. Es solo un decir que es su esposa.

 

Lo entendía. Eran esas apariencias en un mundo cruel e inhóspito adonde las leyes naturales no importaban ni las de la religión, o la de un Estado en la que sus mejores hombres pretendieron construir unas leyes para Dioses, y solo se encontraron ante estos abismos de odios que los marcarían para siempre, así como Moisés lo hizo en su momento.

- Eso no es libertad, dijo Maritza.

- Es un secuestro de familia, contestó Numa.

 

La abrazó. Juntos trataron de redimir sus culpas en aquel reencuentro, aunque supiera que nunca sería para él.  Estaba viejo. Y aunque tuviera el ánimo suficiente para recrear su vida, de nada serviría que tratara de jurar por un amor perecedero. No eran inmortales. Los bienes de Roncancio ahora pertenecían a los Ortegas, y ahora eran libres ante los hombres y las leyes.

 

Maritza con aquel beso, confesó que ya no era de él. Ni siquiera Lucrecia. Eran apariencias. Ahora pudiera ya estar muerta. Así actuaban también los silenciosos.

- Sabe una cosa, amor, dijo Numa.

 

Hacía frío, y en aquella casa todavía se podía escuchar el ruido de la llovizna pertinaz que siempre los acompañaba en esas soledades. Ya no se podía escuchar el ruido de las puertas al cerrarse en las calles que desde los cerros orientales se iban extendiendo por la sabana que sería la cuna de nuevas estirpes de hombres y leyendas.

- ¿Sí? Le contestó Maritza, en ese susurro del que siempre hacía gala.

-Los Silenciosos son así.

- ¿Y Serafín?

- No es nada amor.

- ¿A Qué viene? Le preguntó por último Maritza.

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