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Numa Pompilio apenas pudo sostenerse en medio de la oscuridad. Todo estaba en silencio. No le gustaba. Acababa de cumplir los 50 años. Su vida había estado en vilo en medio de una sucesión de hechos, en la que los silencios no eran más que la premonición de posibles infiernos y los recuerdos de otros que sucedieron. Un extraño sopor lo sumergía desde la muerte del caudillo. Tan solo acababa de pasar dos años en una ciudad que se sobreponía a lo acontecido, y en la que cientos de personas que participaron habían perecido. Tras el holocausto los despertares no eran más que los recuerdos de una violencia cruel e inhumana donde muchos abandonaron lo que tenían con tal de salvaguardar sus vidas. Y las de otros que salieron a conseguir en medio de semejante locura, lo que no tenían. Eran esos imaginarios de odios y pasiones ruines los que terminaron por conquistar a una sociedad anquilosada de abolengos, que seguramente en otros tiempos sirvieron de cimeras de una sociedad que pretendía ser de las mejores de su época. La exasperación de los ánimos en esas mentes inmersas de pasiones con el tinte de unas banderas que instigaban a sus seguidores a agredir a sus semejantes insufló los ánimos de todos.

No sentía frío, a pesar de que a esas horas en los cerros orientales los vientos desplegaban las nubes que convertían en oscuridad todo lo que rodeaba, y no permitía que se viera siquiera a un metro de distancia. Salir a esas horas no era más que una odisea idéntica a la que probablemente tuvo Carbonell cuando salía a incitar a sus seguidores contra los oprobios de los Realistas; o la de Antonio Nariño reuniéndose con los suyos por las noches para entregarles los volantes de la traducción de los Derechos del Hombre. Sin embargo, él no era ese. No pretendía ser un mártir. Hacía poco había asistido a una cofradía en la que se invocaba a sobreponerse contra aquellos que querían un nuevo orden social. No tenía esas ambiciones, pero en su mundo sabía que debía acercarse y compartir con ellos sus convocatorias a defender la patria y las leyes contra los que las querían profanar. Su nombre no era gratuito. Representaba el honor de una familia que provenía de una generación y una cultura que era suya. Ese era su deber. Sus sueños como los de todos no eran más que la realización y la continuación de un designio venido desde lejos, en que la colonización de aquellas montañas agrestes lo llevó a esta ciudad bulliciosa donde el comercio florecía igual que las grandes urbes del mundo. Hacía parte de ella. Los pianos de cola, los paños ingleses, los pañuelos y toda esa gran cantidad de productos que venían del extranjero llegaban hasta allí en embarcaciones desde Barranquilla en la desembocadura del río de la Magdalena, hasta el puerto de Honda o Girardot. Y desde estos, hasta la ciudad que albergaba a todos los que llegaban desde otras regiones.

Allí se daban cita los inmigrantes que por una u otra causa querían retozar en ella, en una ciudad de clima frío adonde el vecindario vivía con sus familias en medio de una tranquilidad hospitalaria, con sus problemas sumidos en el interior de sus hogares, y otros que ya respiraban el quehacer cotidiano de lo que con el tiempo sería la metrópoli que hoy es. Había andado por todos esos lugares que se parecían a las agrestes montañas de donde provenía, pero que lo incitaban a seguir en la brega. Todos la vivían a su manera. Y si el ambiente social que circundaba en esas calles que con sus nombres recordaban el pasado de la inmensa sabana donde las construcciones de nuevas viviendas la convertían en un remolino de gentes que querían saciar sus espíritus de pasiones con el derroche de sus amores y sus gustos en los espectáculos de las corridas de toros, o los de la panacea del teatro, que no eran más que lo que cualquier persona querría disfrutar. Se sentían orgullosos de vivir allí. Llegar a esta ciudad obnubilaba, y era como si todos los sueños que habían querido en su vida, ahora lo podían conseguir a su manera.

Recordaba cómo en la última Semana Santa que vivió Gaitán, alrededor de sus ideas se formaron toda una serie de diatribas contra este, provocadas por la intemperancia de unos seguidores de la religión los incitaban a combatir esas ideas foráneas que según decían eran demoníacas. El silencio que provocaba en sus discursos a sus seguidores no era el mismo que se hacía en aquellas contriciones de la fe en las que el hombre era redimido por sus pecados terrenales. Las largas jornadas del caudillo en medio de la confusión que reinaba por el próximo encuentro de los líderes estudiantiles de otros pueblos para protestar contra la posible creación anfictiónica del sueño inspirado por el Libertador Simón Bolívar, por los delegados de unos países para constituirse en la salvaguardia del orden establecido en el continente, no hacían más que exacerbar esas pasiones. Su oficio le permitió asistir a una serie de reuniones que desde el barrio Egipto hasta la Candelaria, desde las Cruces y Santa Bárbara hasta la Perseverancia y Chapinero, donde la incandescencia de estas ideas que iban desde lo religioso a lo político, que caldearon el ambiente social. Se sabía qué de aquel encuentro los destinos del mundo americano estaban orientados a la hegemonía de unos pocos, y en la que según sus opositores no eran más que unas nuevas cadenas encubiertas por una supuesta igualdad entre países hermanos.

Nada de esto le interesaba. Por sus venas corría su ánimo de bienestar en la urbe que le permitía satisfacer ciertos gustos para vivir dignamente. En su oficio le permitía participar con sus clientes muchas de sus causas sociales. Saboreaba con ellos el amor por la lectura, y el hedonismo de un mundo mejor. No se podía aislar, mucho más cuando ahora le permitía saborear de este modo la vida con aquellos personajes con los cuales podía conocer los secretos de una sociedad que al calor de las guerras fratricidas por las que durante años libraron los antiguos Gólgotas y Draconianos, en esas ideas inspiradas por Santander y Bolívar entre el Centralismo y el Federalismo; y ahora en una nueva expresión social de la que según decían el régimen establecido no era más que la defensa  contra la amenaza de una nueva dictadura, ideas que no eran más que un mundo abstraído de la realidad, y en la que no sabían si eran más fanáticos a las de esos odios que los sumieron entre sí por muchos años desde la independencia.

A veces iba en comparsas a mirar los supuestos milagros que se sucedían en medio de aquellas noches nebulosas y frías, para constatar lo visto por algún campesino en algunas de aquellas moradas que obedecían más al caos que se vivía por la muerte de Gaitán y por todos los otros que también murieron inmolados en medio de la sublevación popular. Pero también su oficio le permitía degustar los sabores de los licores y los manjares que a diario disfrutaban sus clientes y amistades, en medio de esa modorra que a veces lo atormentaba como si su vida no tuviera ningún sentido.

Entonces como ahora, balbuceaba en medio de los sueños de lo que había sido su vida y la comparaba con lo que ahora era. Su oficio que era el de librero, le permitía deleitar todo lo que estaba viviendo. Y se comparaba con los antiguos hedonistas griegos en donde con el placer mitigaban las congojas humanas con el deleite sensorial que solo lo daba el vivir en esta sociedad santafereña.

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