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Maritza se había ido. Se sentía sólo. Mucho más que cuando estuvo joven. En una ocasión que compartió con unos comerciantes de los recién llegados a esta ciudad, que venían en pos de la fortuna que podrían conseguir porque con sus experiencias tenían los conocimientos suficientes para hacerlo, pensó que también podía hacer lo mismo. En esas guerras fratricidas uno de ellos logró conseguir un escalafón dentro de ese gremio policial que le permitía adentrarse en los orígenes de muchos compatriotas, y en la de aquellos que por alguna razón de las guerras internacionales llegaron a rehacer sus vidas con los suyos. No era ajeno a ellos. En sus marchas por esas montañas agrestes los venía conociendo en fondas y posadas que además de permitir el descanso, los iban llevando a ese nuevo mundo de ciudades.  Para algunos podían ser los extraños destinos a los que todavía no estaban acostumbrados, donde los sombreros, las ruanas, los alpargates y todos los utensilios del día a día de los campesinos no se comparaban con los de esta ciudad. Las gabardinas, el vestido de paño, los zapatos, las sombrillas, los trajes para las mujeres que en nada podían envidiar a las de Londres o París, los perfumes recién llegados de Europa, en la que ella era experta, en nada se parecían a la de aquellos arrieros convertidos en comerciantes, y en la que todos no eran más que  la consistencia de una cultura que los unía desde la migración de los conquistadores, y en la que mediante sus trabajos fueron construyendo un modo de vida muy particular. Sus costumbres, aunque parecían extrañas, las entendía. En una sociedad en que la mujer no se permitía el lujo de tener sus relaciones con el hombre libremente, los hacía precavidos ante los vecinos, que presumiblemente al oír el ruido de los caballos en las horas de la madrugada, entre el chirriar de las puertas,  y mucho más si la hubieran visto salir toda ataviada con su ruana inconfundible en medio de las ventiscas en que la soledad de la noche y el desespero de los astros por iluminar el nuevo día, les podían hacer creer que estos serían  los nuevos conspiradores de las libertades de los que tanto murmuraban; aunque estos imaginarios eran parte de las incomprensiones populares. 

Maritza podría parecer una vulgar vividora. Y no era así. Lo suponía por su comportamiento y manera de pensar. La había conocido en una de esas reuniones sociales, al fragor de unas fiestas decembrinas en medio de los bostezos de unos niños que querían disfrutar de las comidillas con todos sus encantos de sabores, donde las luces de bengalas, los totes, los volcanes, y los juegos pirotécnicos los hacían hilarantes y llenos de esas alegrías que todos recordamos de nuestra niñez. No todos, claro está. Intuía sus misterios. Sus despedidas no hacían más que prolongar un encuentro entre un hombre mayor en el que lo único que tenía en mente, era acomodarse como señor y dueño de la casa donde compartía con ella sus amores furtivos, mientras esta era una adolescente que se movía en una sociedad mojigata y socarrona que hacía parte con sus hermanas de una vida social que la mayoría de las mujeres no tenían, y la que deseaban en sus misterios femeninos. Algunos pocos años después, lo mismo que aquellos comerciantes que abandonaron la arriería de sus primitivas tierras, en una de esas noches bajo la mirada de una luna llena, cuando el viento y la nubosidad lo permitieron, juntos habían acudido a la casa de los Gamboas por el milagro que según decían los vecinos se sucedía en aquella mansión. Y claro que eran diferentes clases de rumores los que aquejaban a la Bogotá de entonces. Entre ellos, se hablaba de un fraile, que durante  años prestó sus servicios a la congregación de los franciscanos, y que misteriosamente apareció muerto y acuchillado en una reyerta entre unos fieles que se disputaban el derecho a ser los primeros en servir a una de las muchas cofradías que a diario aparecían, y que mediante juramentos pretendían  ser los defensores  de los secretos que el cristianismo encarnaba, contra los insolentes que querían ser los nuevos idearios de la moral y de la ley. Se hablaba en aquellos tiempos de los miembros de una secta fanática que usando camisas negras, se aparecían en diferentes partes de la ciudad agitando banderas emblemáticas entre sus manos, y gritando:

- ¡Viva Dios! ¡Viva la ley!

Era un grupo de jóvenes que estaban dispuestos a defender a ultranza los valores sociales de sus padres y sus ancestros contra los que pregonaban un nuevo y supuesto orden social. Y aunque nunca se supo cómo ni quién lo hizo, se sabía que había muerto en su fe tratando de evitar los desmanes de aquellas ideas que respaldaban la divinidad de un Dios, y las de otros que muy posiblemente eran los representantes de todo lo antirreligioso. A aquella casa, Maritza había acudido a comprobar con sus hermanas el milagro que las gentes incautas decían. Lo mismo que hicieron aquellos comerciantes que conoció en sus años juveniles en las posadas de aquellas montañas, y a muchos otros que querían presenciar si era realidad lo que las gentes comentaban. Todos los que pudieron estaban allí en medio de la noche dispuestos a ver el milagro que los periódicos y los voceadores de prensa decían, aunque no era más que uno de los tantos rumores que sucedían en todo el país, a los que seguramente los pueblos acudían cuando lo irreconciliable entre sus congéneres no se podía solucionar pacíficamente. Hombres y mujeres enruanados se habían congregado muy cerca del chorro de Quevedo al frente de la vivienda, adonde unos agentes del gobierno vigilaban celosamente a que la multitud no irrumpiera dentro de esta para ver al fraile; y a rogar ante su sabiduría la solución de sus problemas terrenales. La algarabía que se vivía fue apaciguándose cuando uno de los sacerdotes de la congregación apareció entre la multitud y comenzó a rezar desde una de las ventanas de aquella casa en la que según algunos fieles lo vieron físicamente, y a donde la penumbra en aquel espacio que el fraile dejaba a un lado insinuaba una especie de sombra que a veces parecía moverse.

- ¡Queremos un milagro! Gritaban algunos curiosos.

La multitud se apiñaba, mientras Maritza que no era tan alta, se fue acercando justo al lado de Numa Pompilio, que en voz baja hablaba con uno de los hermanos comerciantes que habían venido con sus empleados a cerciorarse de lo que todos decían en las calles.

Las oraciones del sacerdote se hicieron más legibles, y las respuestas de los fieles fueron convirtiendo la oración en el milagro que todos esperaban. Desde muy adentro de la ventana, los feligreses creyeron ver en la sombra la figura del fraile muerto, y los incrédulos terminaron por convencerse que ahí estaba el milagro que todos esperaban. Numa en aquel momento comprendió el papel de la sugestión que todo lo podía, ya que los devotos no podían dar crédito a lo que veían, mientras oraban al unísono con el padre que era el representante de Dios en la tierra, alucinados por lo que seguramente creían ver.

Maritza, Numa Pompilio, Pedro Luis, Carlos, Rogelio, María, y otros más después de terminar el Padre la misa, en grupo se fueron hacia Santa Bárbara a sus respectivas viviendas, mientras las mujeres afirmaban y juraban haberlo visto ante la incredulidad de aquellos comerciantes y la de Numa que terminaron por crear la duda, pues para estos las sombras no les permitieron atestiguar que lo que hablaban fuera verdad.

La gran mayoría de los fervientes iban diciendo lo contrario. Maritza fue la primera que dudó, y lo dijo abiertamente. Desde aquella noche, este grupo de incrédulos terminó por conocerse mejor. Para este, esos recuerdos se fueron convirtiendo en una extraña soledad cuando ella se alejaba en medio de aquellas ventiscas de los cerros orientales en su alazán, hacia una de las haciendas que sus padres tenían, bordeando la cadena montañosa que parecía estar más bien en el último techo del cielo, y donde las nubes la acariciaban. Sabía que no la podía tener para sí toda la vida. Estaba joven, y él en el cruel pragmatismo de la vida, lo material era lo que importaba, aunque sabía que con ella estaba ampliando sus relaciones personales que le permitían acercarse no solo al mundo de aquellos comerciantes, sino también al de los profesionales liberales que con los libros traídos desde otros países sugerían que el verbo de Gaitán también incendió la brecha entre los que todo lo tenían, y los que ningún bien material poseían. Era un país asentado en un feudalismo con unos campesinos de costumbres antiquísimas, que no se correspondían con las realidades en las que las máquinas de las nuevas industrias hacían más agitado el antiguo quehacer cotidiano de la vida en las ciudades, y en que el comercio por doquier florecía en las inquietudes personales por conquistar, y en la que el individuo como persona podría permitirse los lujos que antes no pudo tener. Una sociedad donde las profesiones liberales terminarían por imponerse. Y el refinamiento de estos nuevos ciudadanos no eran más que la realización de sus ambiciones personales mediante el comercio.

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