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Lloraba. Siempre lo hacía en los momentos de crisis. Así lo eran todas. Sentimentales. Rogelio lo comprendía. En su mundo no se podía. Así como Carlos le enseñó que en el monte la importancia de la sobre vivencia era fundamental, tenía que acostumbrarse que si la vida florecía en la manigua tras un ser muerto, aparecerían otros animales en esa cadena alimenticia en donde la vida y la muerte siempre rondaban como un milagro para que otros sobrevivieran. La vida era una lucha contra la muerte. Así era como los Darwinistas lo preconizaban, y solamente los más fuertes lo conseguían.

En las guerras se tenía que aprender que solo aquellos que en pensamientos y obras podían afrontar las dificultades, lograrían el triunfo. Eran unas guerras de cuarteles que germinaban a diario, ante la intransigencia de unos líderes que agitaban a un pueblo que no quería someterse ante los designios trazados por los imaginarios presentes, y que ondeaban sus banderas con colores teñidos de sangre como si con ellas fueran a solucionar el dilema de quién tenía el poder del Estado. Los que tuvieran el dinero en sus arcas y el espíritu con el que podrían compartir sus beneficios, y además ser los dueños del país que surgiría de los infiernos a que los llevó la sublevación que no tenía ninguna oportunidad de sostenerse porque no fue más que un amotinamiento. Ellos podían también tener en sus manos dichos dividendos. Los estaban acumulando gracias a sus influencias personales, y sabían que los que habían salido airosos en ese trance que les puso el destino de una sociedad en crisis, ante la avalancha social desatada por la muerte de Gaitán, serían los únicos herederos del futuro social halagüeño que les esperaba. Y en eso, Rogelio lo entendía. En Ibagué, vio cómo los curas disparaban desde encima de las cúpulas de las iglesias para protegerse de los posibles encandilados por la fiebre de sus ambiciones, en un tumultuoso y agitado día ante la invitación por la radio Nacional a defender el país de los que habían asesinado al líder. Para Rogelio que había recorrido gran parte de este, negociando con su mercancía que traía desde Barranquilla, y entre ella los famosos pañuelos  de la marca "Campeón", que fueron los que en realidad le permitieron acumular  las ganancias en sus avatares por los diferentes pueblos, se vio obligado a esconder la mercancía en su vivienda que estaba cerca del Parque de Galarza, precavidamente en una caleta que tenía aquella casona de la carrera  tercera debajo de un rústico socavón que existía en el jardín, y en el que solamente los dueños lo utilizaban para guardar sus enseres y demás cosas personales, ya que muy de vez en cuando iban a recoger los arriendos de los inquilinos. Pocos sabían de su existencia.  Sólo Aída, su mujer, y posiblemente los dueños, ya que se tenía que mover una roca inmensa que cerraba la entrada, y apear unos cuantos escalones para adentrarse en aquel pequeño subterráneo. Por estar muy bien disimulado, los señores Montoya guardaban allí algunos utensilios y papeles que consideraban importantes. Como la entrada no tenía ningún tipo de candado, Rogelio frecuentemente utilizaba dicho socavón para guardar lo suyo, aunque los otros inquilinos que la habitaban no tenían acceso por ser su vivienda y porque el jardín estaba restringido solamente para ellos, ya que una pared los separaba de las viviendas dentro de la mansión esquinera.  Y para despistar las miradas de los revoltosos que fueron apareciendo en los tumultos que se formaron el 9 de abril, y así desorientar a aquellos que lo conocían, decidió enrolarse con los que con sus arengas trataron de exaltar a esta ciudad, y donde las fuerzas de la tropa del ejército se adentraron desde el batallón de Ancón hasta el Hospital de San Rafael que en última instancia les sirvió de albergue para que pudieran controlar la situación. Una sublevación en la que hubo muertos, y en la que Rogelio pudo divisar cómo aquellos curas, como en las campañas que libraron los antiguos cristianos en las cruzadas de la edad media para que las huestes de Mahoma no se tomaran para siempre a Jerusalén, en esas guerras desgarradoras en el que finalmente el imperio Otomano terminó mal librado, defendieron sus iglesias de las huestes que saquearon los negocios. Con solo hacerse del lado de éstos, y tras encontrarse con Aída en medio de ese desespero, terminaron por refugiarse en aquel batallón, gracias a que el comandante que lo dirigía era muy amigo de su hermano, y quien le había prevenido sobre lo que podría pasar en aquel día nefasto.

María lloraba ante una Maritza que había aprendido que esto no se podía hacer. Pero la entendía. Sí, Rogelio ya le había contado a Numa lo que pasó en aquel día, y ella sabía que en esas crisis todos podían salir bien librados sí controlaban los nervios, por qué esta salía con eso. Había maneras de hacerlo. Rezaba. Como siempre, era la que comenzaba para que los demás también lo hicieran. Y aunque sabía que el mundo en que vivía no era el mejor, susurraba con ellos, y les insinuaba que toda esta situación pasaría. Eran las contradicciones que a diario se vivía en un país atormentado, en la que sus gentes tenían que soportarlas. Maritza recordó cómo había llegado a la tierra de estos a conocer a aquel ermitaño del que todos hablaban, para saber si en realidad valía la pena toda esa aventura desde que se encontraron en la antesala de una posible revuelta, y luego de aquella famosa manifestación del silencio que hizo Gaitán en Fusagasugá.

La comprendía. Numa también las comprendía. Sabían que sus derechos en otros países lo estaban consiguiendo, adonde la modernidad y los nuevos ideales obedecían a las circunstancias sociales y económicas que las obligaba a participar más con su trabajo, y en la que ella ya estaba metida con la finca de sus padres. La guerra lo destruía todo. El amor. Las amistades. El desespero social ante semejante situación, influirían en sus sentimientos para siempre.

El haber ido en aquella "Semana Santa” a conocer los misterios de aquella familia, le permitieron entender que sus espiritus no estaban tan alejadas de la realidad. La fortuna no lo era todo. Los bienes materiales tampoco. Pero les permitía satisfacer sus inquietudes personales. Si todos hablaban de cambios, estos ya lo estaban haciendo. Su ambición no era tan desmedida. Era simplemente manejar una situación en crisis con enemigos por doquier, porque las mentalidades de la refriega y el abuso que a diario se vivía, los obligaban a protegerse de los vándalos. De manera silenciosa, en medio de las adversidades, estaban buscando no solo su destino, sino la satisfacción de sus ambiciones. Sólo lo podían hacer los que estuvieran preparados para ello. Y había injusticias. Por eso estaba con Numa.  Y se enterneció con María. Aunque lloraba, estaba con ellos. Y sus rezos los unían más.

- ¿Por qué no se casan? Les insinuó María, en una ocasión.

Ambos habían sonreído. Numa intuyó que la influencia de María podría ser mucha. Y sin embargo, Maritza con el movimiento de su cara, le diría que no. Ya Serafín, el hijo mayor de Numa, venía en camino y Rogelio lo sabía.

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