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Sí. Esos silencios no le gustaban. Todos se habían ido. Recordaba que Maritza lo llevó hasta la cama en medio de la algarabía que provocó luego que declamó una de sus poesías preferidas acompañado de los muchachos que llegaron a departir en compañía de ella. Se parecían a los adolescentes que después de abandonar o culminar sus primeros estudios cogían rumbos distintos adonde la suerte de sus vidas dependía de los sueños que los movía desde las montañas hasta las ciudades, a donde querían realizarlos. Afortunadamente se sentía más libre que en las fiestas cuando Marleni era la anfitriona y su presencia al lado de Maritza no solo las incomodaba, si no que algunos de los otros invitados preferían ubicarse en otro sector como reafirmando que allí no era bien recibido. Las viejas amistades de ellas a pesar de que la saludaban en medio de sus zalamerías de esa sociedad pacata de la que tanto se mofaba Maritza, no hacían más que motivarlo a tenerla cerca para que ningún otro la invitara a bailar. Era posesivo. Y eso precisamente le gustaba. Se imaginaba a Rosa y Amalia hablando de su relación, mientras sabía que estaba dejando todo por un amor que parecía imposible, pero que a fuerza de sus largos encuentros en las reuniones con María y sus hermanos, más el afecto que se creó entre ellos desde la primera vez que tuvieron sus relaciones sexuales, le hicieron creer que sería solamente suya. Y mucho más tarde cuando dudó de su amor en la relación que pudo haber tenido con Rogelio, supo lo que eran los celos. Veía en Rosa y Amalia una pared que reflejaba en el odio que le tenían, que en más de una ocasión cuando iba a buscarla para invitarla a tomar el chocolate santafereño en la séptima, la negaron. Y sin embargo sabía de la tenacidad de esta para imponerse ante su familia, y que se las ingeniaba para no llorar e irse a buscar en el mismo sitio a donde intuía que Numa la estaría esperando. Y claro que en esas reuniones fisgoneaba para saber cuál era el fulano que se había hecho al lado de Marleni para oírla cantar, ya que intuía que a pesar de que le hicieran el feo, podría saber sí sería un futuro consumidor de sus revistas. Así conoció a algunos periodistas, médicos y abogados que se irían convirtiendo en clientes suyos, que cada que necesitaban un libro de alguna manera se lo hacían saber, y que diligentemente se los conseguía para satisfacerlos, tanto así que en más de una ocasión en aquellas pocas fiestas de la que hizo parte con la familia de Marleni y sus hijas. insistió para que Maritza se acercara a cantar a dúo con su madre. Sabía por otros que antes de conocerse, casi siempre había sido su anfitriona, pero desde que se conocieron y comenzaron a reunirse por sus amoríos ya no quería ser parte de aquel círculo que desde niña la había rodeado. Comprendía que el odio que le pudieran tener no las dejaría hasta la muerte, sí era cierto que por la edad, sus días estaban contados. Los quería disfrutar.

Aquella capital, como en esas viejas historias de las romerías cristianas donde se decía que todos los caminos los llevaban hasta Santiago de Compostela, la Bogotá de ese entonces era la ambición que todos tenían por conocer y vivir allí. Las otras ciudades de fama estaban entre las penumbras de sus sueños, pues tenían que cruzar los océanos peligrosos, vadear los ríos y descuajar las montañas a las que solamente llegaban los que tenían poder y dinero.

Ellos venían de esa montañas ilusionados por recorrer en los atardeceres la séptima, y conocer así aquellas iglesias que eran los monumentos que la hacían famosa en regiones lejanas, a participar en los tertulias a donde se hablaba de política y de libros, mientras degustaban el chocolate santafereño, o las hamburguesas que unos  comerciantes gallegos del pescado marino en la plazoleta de las Nieves  enloquecían con este manjar a los que iban a regocijarse en una ciudad que tenía sus misterios. 

Supuso que en esta ocasión se quedaría. Había acumulado tantos daguerrotipos que a veces se confundía con los rostros. El blanco y negro hacían que su ojo bueno se cansara. No estaba acostumbrado a observar y revisar con tanto cuidado aquellas fotografías. A veces lo hacían olvidar la realidad para meterse en esos mundos a donde cada persona reflejaba una vida familiar. Daguerrotipes que seguramente podrían servir más tarde, cuando todos esos odios de violencias se hubiesen calmado. Sus libros estaban revueltos, y creía que si regresaba al otro día, esta le traería el dinero por el valor de los que se hubieran podido llevar.

En esta ciudad para darse el lujo de amanecer festejando era imposible que nadie se diera cuenta sin llamar la atención de los curiosos. Nunca los había visto. Se parecían con sus modales a los montañeros que todavía no estaban acostumbrados a vivir en las ciudades. Su manera de andar y de gesticular contando sus historias, la manera de reírse y todo lo demás que uno pudiera imaginar sobre sus hábitos, le eran comunes. Le había pasado lo mismo. Aunque para ello casi toda su vida hubiera estado entre la maraña de aquellas montañas y planicies que rodeaban a los pueblos, y que lo fueron adentrando en las nuevas formas de comportamientos sociales en los núcleos urbanos. Habían venido a conocer mejor esta urbe con la venta de sus productos campesinos en la plaza de San Victorino, que Maritza conocía muy bien. Allí lo más granado de los comerciantes se asentaron durante años, hasta cuando aparecieron forasteros que trajeron con ellos otro tipo de ventas y de productos traídos de otras latitudes del globo, y que emulaban muy bien con los pocos producidos en el país.

Sentía la somnolencia en su cuerpo. Parsimoniosamente comenzó a desatar el interés que aquellos tenían desde que murió Gaitán. Allí cerca, muchos años después por la misma séptima moriría un ingeniero civil al arrojarse desde uno de los últimos pisos del edificio que construyó, debido a la pena moral que sintió al saber que la mayoría de sus oficinas no podrían ser arrendadas, o vendidas porque era probable que se derrumbara. Edificio que todavía le traía sus recuerdos porque en su manera de pensar pudiera haber sido otra la causa que indujo al constructor al supuesto suicidio. Por la calle que le precedía, al salir hacia la avenida Décima con Jiménez, sus ingresos aumentaron con los esmeralderos que hacían gala de su bonanza, pues era asediado por su forma de vender. Clientes que con el tiempo fueron comprando no solo las esmeraldas en bruto que traían los mineros de Muzo, sino libros, tapices, obras de arte, la mayoría de las veces falsificadas en un comercio que engalanó a la urbe de entonces porque en la Atenas Suramericana se daban cita todos los que llegaban a conseguir sus sueños. Era una especie de obsesión en el que los centros comerciales habían quedado en las manos de oscuros abogados, mientras sus dueños después de aquella matanza desatada y las revueltas que siguieron, huyeron sin dejar rastros, o fueron simplemente obligados a abandonar el país, o por qué no, desaparecidos por la intriga creada alrededor de ellos por sus riquezas.

Numa Pompilio, así lo entendió. Las hermanas de Maritza lo sabían. María que conocía del interés de estos por instalar su comercio en el centro del país en una de las ciudades que era una de las más importantes del continente, también se lo había confiado a ellas. La mamá de Maritza que conocía casi todo sobre las personalidades de su tiempo, se preocupó porque sus hijas regresasen a las afueras de la ciudad en medio de aquellos cerros de niebla y de frío, ansiosa porque todo volviera a la normalidad. 

Tras esos daguerrotipes intuyó que Maritza sabía muchos más secretos, y que seguramente hacía parte de aquellos conspiradores que a diario aparecían, como presagiando que su destino estaba atado al de ella y al de aquellos comerciantes que veían en la lonja raíz el principal motivo por el cual se habían acercado a él.

Maritza trabajaba más para la información, que en lo que realmente hacía en la finca de sus padres. Por eso sus estadías en Bogotá no eran más que los encuentros con personajes que hacían parte de todo un grupo de fervientes empleados estatales que dentro de su habitual habilidad, estaba la de investigar los orígenes de todos y cada uno de los que llegaban o salían de la capital. Y era muy seguro que por eso todos se habían fijado en él. Esta urbe se les parecía a aquellas ciudades de Europa que sufrieron las desventuras de la entronización de las ideas racistas. Todos estaban inmersos en ese mundo caótico en el que las ideas de libertad, propiedad privada y religión se confundían con unos valores sociales que iban desde el ostracismo de los materialistas hasta los más puros ideales que cualquiera pudiera pensar.

A pesar de sus costumbres bohemias y borrascosas era de fiar para todos. Y en cierta medida, la ciudad también lo era. Por ser una urbe acogedora en la que todos los que llegaran con los bríos suficientes para iniciar un negocio, allí lo podrían realizar. Estos comerciantes que había conocido en las fondas de los caminos y en las posadas de las montañas, entre los negociantes del ganado, los agricultores que de sol a sol llevaban y traían los productos de sus arduas labores, ahora eran sus clientes que como benefactores sabían de su capacidad para ponerlos al día sobre el mundo social y político, además de compartir ambiciones personales. Estaba ahí, presto a todas esas inquietudes de su tiempo.

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